Anaideia

Un trabajo decimonónico

Hoy vengo a contaros una anécdota de tantas que he vivido en mi trepidante experiencia como camarera. Once años dan para mucho.

Antes de contarla debo contextualizaros y hablaros sobre el protagonista de la historia: Faustino (nombre inventado para preservar el anonimato o yo qué sé). Faustino es un cliente asiduo del bar donde trabajo. Lleva gafas, el pelo engominado y peinado hacia atrás y suele ir con traje de chaqueta o camisa. Suele beber cañas de Alhambra Especial o Gin Tonics de Bombay Saphire en vaso de sidra. El tipo trabaja de algo "importante" (no sé en qué, abogado o algo así, supongo), tiene dineros, es un facha empedernido y es conocido en algunos círculos de ricachos y mequetrefes de la ciudad.

Para que os hagáis una idea, mi primera interacción con este ser fue durante un evento que se celebraba en el bar, creo que era un concierto. El tipo se acercó a la barra y me dijo con una sonrisa tontorrona: "dile a tu jefe que ponga el aire acondicionado, que aquí huele a mitin de Podemos" y él solo se empezó a reírse ante tan inteligente ocurrencia salida de su boca. Le miré con los ojos un poco entornados, con los labios arqueados y con las fosas nasales abiertas, no le dije nada y seguí a lo mío. Como algunas personas ya sabréis, no simpatizo yo demasiado con Podemos, pero cuando este tipo de sandeces proceden de un facha-mierda, un tufillo a podrido se incrusta en mi nariz y ya es imposible quitárselo. No contento con haber hecho la broma una vez, volvió a hacerla dos o tres veces más con mis otras compañeras. Sí. Ahí fue cuando yo conocí a Faustino. Sus siguientes interacciones conmigo consistieron, siempre, en pedir sus consumiciones sin por favor, sin gracias, metiendo prisa, mirando por encima del hombro y con cara de haber chupado un limón.

La anécdota que vengo yo a contaros se remonta a un miércoles por la tarde de hace un año y algo. Ese día los Chamelos no jugaban al dominó y estaba siendo una tarde muy tranquila. Incluso me dio tiempo a tomarme mi café y a fumarme un piti en la puerta mirando la-calle-peatonal-de-siempre. Un hombre bajito y moreno que llevaba algo bajo el brazo entró en el local y se acercó a la barra. Con calma y educación me dijo que estaba esperando a un amigo y me preguntó si podía estar en la barra. ¿Dejarás de poder, alma de cántaro? Le ofrecí bebida, me dijo que no y seguí a lo mío.

A los pocos minutos, Faustino entró en el bar, tan digno y superior como siempre. Le dio al hombre una palmadita en la espalda y me dijo: "ponme un Bombay Saphire, que voy corriendo al aseo". Tras servírselo, se sacó un billete de diez euros y me pagó los siete que valía la copa. Le devolví tres euros que, automáticamente, entregó al desconocido hombre, y se fueron a una mesa. Arqueé las cejas pensando "qué interacción más rara, pero bueno, le deberá algo". Me puse a hacer cosas de las que se suelen hacer en los bares: poner un lavavajillas, preparar servilletas y posavasos, poner alguna canción, mirar si falta algo por reponer. En un momento dado, salí de la barra para ir a los armarios que hay junto a los aseos. Y al volver encontré frente a mí una escena que me dejó a-tó-ni-ta.

Faustino estaba sentado en su mesa de siempre, dando tragos a su gin tonic con una mano y mirando su teléfono con la otra. Su pierna estaba estirada y el desconocido hombre estaba agachado en el suelo limpiándole los zapatos. Limpiándole los zapatos. Limpiándole los zapatos. Dentro de mi bar. Dentro de mi bar. Dentro de mi bar. Por los tres euros que le sobraron del gin tonic. Por los tres euros que le sobraron del gin tonic. Por los tres euros que le sobraron del gin tonic.

Tras unos segundos de parálisis y ojos abiertos como platos, una ira de clase me recorrió el cuerpo y se recreó en mis mejillas y en mi cara, que se enrojecían y ardían por momentos. Tenía que hacer algo, pero tenía que hacerlo de manera inteligente, porque Faustino no es alguien a quien se pueda gritar o insultar de cualquier manera, ya que, además de un rico de mierda, era cliente habitual y me podía llevar una bronca de mi jefe. Tenía que ser más inteligente, más impecable, más implacable. Faustino iba a pasar vergüenza. Me acerqué con una amplia sonrisa a la mesa sin mirar a Faustino y ofrecí un refresco al desconocido hombre. "Yo te invito", le aseguré. El hombre me miró con brillo en los ojos y, con una sonrisa, me pidió una Coca-Cola. Faustino, enseguida, se incorporó y, un poco nervioso, sacó un billete de 20€ de su cartera y me dijo "¡ay! te me has adelantado... Cóbrame, yo lo pago". Ahí quedó en evidencia que, aun con billetes en la cartera, pagó tres míseros euros al hombre que estaba arrodillado ante él limpiándole sus zapatos. Le miré con media sonrisa triunfal y le dije: "lo pago yo, de mi dinero". "Pero... ¿Eso no te pondrá en problemas?" me respondió Faustino. "He dicho que lo pago yo", sentencié.

Cuando el desconocido hombre terminó la tarea, se acercó a la barra y charlamos un rato. Se llama Francisco, es gitano, vive en Cartagena y viene todos los días a Murcia a limpiar zapatos de ricos porque allí no hay mucho trabajo. Tiene una esposa, dos hijas y una que viene en camino. Le habría gustado ser médico, pero ya ves, la vida te lleva por otros derroteros y no hay dinero en la familia. Un sobrino suyo consiguió sacarse una carrera universitaria, ojalá él, algún día. A Francisco le gusta el flamenco, el blues y el jazz. Estuvimos charlando un rato sobre música y le invité a otro refresco. Faustino, que estaba en su mesa observándolo todo, se levantó, nervioso, y se acercó a la barra. Cortó nuestra conversación para decirle a Francisco: "ay, por cierto, ¿cómo te llamas?". "Me llamo Francisco". "¡Anda! Es tu santo. Felicidades", y volvió Faustino a su sitio. Francisco y yo nos miramos y pusimos los ojos en blanco, y seguimos nuestra conversación. Faustino vuelve a levantarse y se acerca a la barra: "oye, chica, no te pienses nada raro ¿eh? el trabajo de limpiabotas es un trabajo decimonónico y este hombre vive de eso. Recuerdo ir por Trapería de pequeño, de la mano de mi abuelo, y ver a un montón de limpiabotas en fila limpiando los zapatos de muchos hombres, incluidos los de mi abuelo". Yo le miré con las cejas levantadas y le respondí: "oye, Faustino, que nosotros solo estábamos hablando de música". La cara de Faustino era un cuadro. Sin decir nada, volvió a su mesa a seguir con su gin tonic. Cuando Francisco se hubo marchado, Faustino volvió a la carga y me repitió la monserga: "es un trabajo decimonónico que no debería perderse, cuando yo era crío blablabla". Le respondí que sí, que desde luego que era un trabajo decimonónico. Muy decimonónico. Para mis adentros pensaba "es tan decimonónico como la acumulación de riqueza en manos de los burgueses a costa del trabajo, la humillación y la alienación de las masas desposeídas". Faustino ya no sabía dónde meterse y se marchó. Gané, gané la partida. Faustino se avergonzó tanto que se marchó, eso sí, con sus zapatos limpios. Después de aquello, Faustino trataba de evitar que yo le sirviera y, cuando tenía que hacerlo, me trataba de manera mucho más educada, aunque siempre siguió con su superioridad. Francisco no volvió jamás al bar a limpiarle los zapatos, pero sí a tomarse un refresco y a charlar conmigo.

Tiempo después viví otra anécdota con Faustino que me reafirmó en mi posición y en mis ideas de clase. Le vi derrumbarse y llorar desconsoladamente ante mí, contándome algo traumático que le había sucedido: un chico con un patín se cruzó delante de su coche y le dio. Por suerte el chico estaba bien, pero no podía dejar de pensar en la idea de que le sucediera algo e incluso pensó en sus hijos. Ese día vi un ser humano detrás de Faustino y me apiadé de su alma. Le escuché, le serví agua, traté de tranquilizarle. Faustino me dio las gracias infinitas veces y me pidió disculpas por haber tenido que verle así. A mí. A la vulgar camarera que no tiene dónde caerse muerta y a la que es mejor no dirigirse excepto si es para dar órdenes. Desde entonces, Faustino sí que me trata diferente y a veces incluso me sonríe.

Nosotras, las camareras, movemos el mundo silenciosamente. Nosotras. Las eternas agotadas. Esos trozos de carne inútiles, observables, desnudables con las miradas ajenas, maltratables, percibidas como sirvientas y como eternas y sonrientes, disponibles para escuchar penas y sollozos mientras secamos vasos y acompañamos en momentos amargos o patrocinamos las juergas y solitarias borracheras. Nosotras movemos el mundo de manera tan sigilosa como un gato acechando desde sus escondite. Dependéis de nosotras y todavía no os habéis dado cuenta.

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